Cuando el general romano Pompeyo entró triunfante en Jerusalén en el siglo primero a.C., estaba decidido a satisfacer su curiosidad sobre ciertas historias que circulaban en el mundo mediterráneo acerca del modo de adorar del pueblo judío. Después de conquistar la ciudad, uno de sus primeros actos fue entrar en el templo y descubrir la verdad detrás de las enigmáticas afirmaciones de que los judíos no tenían estatuas ni imágenes físicas de Dios en su sitio de adoración más sagrado, el Lugar Santísimo del templo.
Para Pompeyo resultaba inconcebible que se pudiera rendir culto a Dios sin personificarlo en algún tipo de semblanza física como una estatua.
Así que entró “temerariamente” en ese recinto prohibido, el santuario más sagrado, y vivió para contarlo. Lo que Pompeyo vio lo dejó completamente perplejo. No encontró ninguna estatua o imagen religiosa, ni descripción gráfica alguna del Dios hebreo.
Sólo halló un lugar vacío. Salió del templo ¡sin pronunciar una sola palabra! Este poderoso general romano experimentó en Jerusalén algo que no había visto jamás en todos sus viajes por el imperio. En comparación con otros pueblos, ¡cuán diferente era su forma de rendir culto! ¡Cuán diferente de otras religiones!
En Jerusalén se adoraba a un Dios completamente distinto de aquellos a los cuales el mundo rendía homenaje.
Pompeyo no entendió que se trataba del Dios invisible (Hebreos 11:27) quien no debía ser representado por imágenes hechas por el hombre. Era el Dios que habita la eternidad (Isaías 57:15), quien se reveló a sí mismo ante Moisés como “Yo soy el que soy” (Éxodo 3:14). Era el Dios que tiene vida eterna en sí mismo (1 Timoteo 6:16).
Este Dios omnipotente, omnisapiente e invisible debe ser adorado en espíritu y en verdad, puesto que él es Espíritu (Juan 4:24). En cambio, para los antiguos romanos, babilonios, asirios y egipcios, las imágenes religiosas constituían una parte normal de sus cultos. Esta fue la razón inicial por la que Pompeyo se negaba a dar crédito a los informes provenientes de Jerusalén sobre un pueblo que honraba a su Dios sin utilizar estatuas u otras representaciones físicas. Para él, eso era insólito. No tenía sentido para la mentalidad romana adorar a un dios sin saber qué apariencia tenía.
Pero cuando Dios liberó a Israel de la esclavitud y del engaño religioso en que vivía en Egipto, le dio a conocer los requisitos específicos que harían a sus seguidores diferentes del resto del mundo (Deuteronomio 7:6). Por lo tanto, a esa nación de esclavos liberados se le dieron los Diez Mandamientos (Éxodo 20:1-17; Deuteronomio 5:6-21), un código moral que no es de origen humano sino de origen divino, ya que fue dado al antiguo Israel por el Dios eterno. ❏
excelente!!
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